Abrí los ojos y la pesadilla continuó. En la mañana siguiente de mi fuga del Zoológico de Aqueronte, estaba muy lejos de la jaula de Dante, pero también estaba muy cerca de la pérdida de mi cordura. Había hecho un giro radical en mi vida, justo en el ocaso de mi vida… Debía liderar una Revolución Animal donde, hasta el momento, el único inscrito era yo, un tigre viejo que ni siquiera conocía la selva. Según el Maestro Virgilio, debía liderar ese espejismo, en vez de disfrutar mi merecida jubilación…
Ya me habían advertido que el guacamayo despelucado, tenía un tornillo suelto. Sus delirantes relatos sobre la sabia Gaia escoltando nuestros caminos, eran el centro de las burlas de las hienas en Aqueronte. Aunque yo, quizá por cortesía o quizá por ingenuidad, le encontraba sentido a lo que me contaba y dejé, por muchos años, que me lavara el cerebro. Incluso, en la madrugada de un 3 de septiembre, decidí llevar a la realidad sus chifladas enseñanzas y fue por eso que terminé escondido, como un vulgar ladrón, en la cima de un macondo que tenía mariposas amarillas en vez de hojas (¿Qué se habrá fumado la Madre Naturaleza cuando creó ese árbol?).
- ¿Y cómo amaneció El Elegido? ¡Pruaaa! -dijo Virgilio mientras se posaba, sonriente, sobre una rama.
Le lancé mi sombrero, con todas mis fuerzas, como respuesta; él, sin mucho esfuerzo, lo esquivó.
- Muchachas, tienen razón -dirigió sus ojos de dos colores a la inmensa nube de mariposas amarillas y luego añadió-: el viejo tigrillo tiene reflejos de gatito.
Lancé un rugido, con todas mis fuerzas, como respuesta a mis roommates; ellas, sin mosquearse, me lanzaron de vuelta mi sombrero.
No quise alentar al insistente guacamayo a que continuara desvariando, con el supuesto llamado que la Madre Naturaleza me había hecho. Por ello, le di la espalda y salté hacia una rama lejana del macondo.
- ¡Pruaaa! Me acaban de poner quejas tuyas. ¡Pruaaa!
Puse mi sombrero sobre mi rostro y simulé que volvía a dormirme.
- Ellas dicen que, muy amablemente, te dieron posada y tú ni siquiera das los buenos días. Dicen que no te has ganado el desayuno que te hicieron.
Después de ese reclamo, quien rugió, con todas sus fuerzas, fue mi estómago. Llevaba horas sin conocer bocado porque desconocía cómo se conseguía alimento en la selva y, ante eso, corrí a decir:
- Buenos días. ¿Dónde está la comida?
- Es una por una, tigrillo, una por una.
El hambre me obligó a obedecer. Saludé a cada una de las ocho mil ciento sesenta y un mariposas amarillas, mientras Virgilio me observaba con sorna. Acto seguido, me abalancé a devorar el suculento bufé compuesto por un exquisito pan de amapola, pinchos de ojo azul, ricas piernas de supermodelo asaditas y… y había un extraño brebaje…
- Es malteada de ¡Pruaaa!
- ¿Prua? –dije, abrumado por el sublime aroma de ese líquido verde y espeso.
- Yerbabuena. Pero no te distraigas en el árbol, mira el bosque. Mira el vaso.
Era un vaso hecho con piedras de amatista, topacio, ágata y lapislázuli. También tenía en su base, una delgada lámina de esmeralda con cinco nombres inscritos: Homero, Ovidio, Horacio, Gabo y Lucano.
- ¡Pruaaa! Son Los Elegidos.
- ¿Ah sí? ¿Y por qué no está Neo ni Harry Potter en la lista?
La verdad, no le creí. Me bebí la malteada, solo porque tenía sed.