El día que nací les dijeron a mis padres que mi sexy pelambre rayado era el de una futura estrella. Es más, les aseguraron que mi llegada al planeta coincidía con una popular profecía, la cual hablaba de la llegada de un supuesto mesías de los animales. Jamás conocí a mis padres, pero esa fue la historia que me contaron, y yo me la creí para poder recibir la jaula principal del Zoológico de Aqueronte.
La celda estaba ubicada en la plaza central, no por casualidad. Quien la ocupaba recibía la responsabilidad de guiar, política y espiritualmente, al Reino Animal de Aqueronte. Siempre fue el hogar de leyendas. Siempre fue el hogar de tigres de bengalas. Nunca fue un trono de leones –la única tarea de los melenudos era la de distraer la atención humana ostentando un título de realeza falso, para que no descubrieran al verdadero rey de los animales–. Y fui escogido por encima de otros pelambres rayados de mi generación, porque así lo quería la sabia Madre Naturaleza.
Recuerdo como el bullicio del público que reclamaba mi presencia, hizo temblar cada roca del túnel que me condujo al sitial de honor del zoológico por vez primera. Hace 26 años no ocurría una ceremonia de sucesión de mando animal, lo que había cultivado una expectativa manifestada en una enorme concurrencia armada de ilusión y cámaras fotográficas. Yo era alguien famoso e importante, sin haber hecho nada; era mi derecho adquirido por ser el heredero de la corona de la selva.
A mi arribo a la jaula, agradecí la ensordecedora ovación de bienvenida, rugiendo aún más fuerte que el batir de las palmas de mi fanaticada. Los niños me rugieron de vuelta, se dispararon miles de flashes y un desconocido me dijo casi al oído:
–Felicitaciones por tu nombramiento, Lucano. Sé que disfrutarás de tu mandato en esta selva de cemento.
La voz pareció provenir de mi conciencia, porque no encontraba a su dueño dentro de mi nueva morada. Supuse que debía estar en una esquina que los rayos del sol se negaban a tocar.
–No sabía que mi castillo venía con roommate –le dije, desbordado por mi evidente arrogancia juvenil.
–Despreocúpate, apenas los dardos tranquilizantes hagan efecto, Dante me sacará y me llevará directo al olvido. Lucho contra los sedantes y contra mi nuevo destino, pero sé que esta batalla la tengo perdida.
La sombra misteriosa bostezó recargado de dolor, mientras los espectadores se dispersaban hacia otros espectáculos. Caminé de lado a lado de mi jaula intentando entender por qué se iban si yo apenas había llegado. Les volví a rugir a los niños, pero ellos prefirieron saborear sus algodones de azúcar.
–¡Aburriste a mi club de fans! ¡A nadie le interesa tu drama! Ellos vienen acá a divertirse y no a pensar.
–Una vez más, despreocúpate. En exactamente treinta minutos vendrán más turistas –dijo la sombra misteriosa, dejando caer lo que aparentaba ser su barbilla sobre sus patas delanteras.
Él tenía razón. Ni un minuto más ni un minuto menos transcurrió para que sonaran tambores africanos en los altoparlantes de la plaza central. No entendí la relación con mi pelambre rayado dado que mis ancestros felinos eran de la India y yo había nacido en Colombia; sin embargo, los humanos se sentían en la selva cuando los ambientaban con música de la sabana. Volví a rugir a pedido del público, otra vez los niños me rugieron de vuelta y nuevamente a los pocos minutos me ignoraron.
–Cada media hora en temporada baja, cada… –la sombra misteriosa se interrumpió para poder bostezar, abriendo su hocico al máximo, y luego continuó– cada quince minutos en época de vacaciones. Esa será tu rutina de fama hasta el fin de tus días. O hasta que envejezcas, lo primero que ocurra.
Me acerqué a la sombra misteriosa para descubrir quién o qué estaba utilizando a la oscuridad como cobija. Era un tigre que parecía albino por la cantidad de canas que predominaban en su pelambre. Tenía la piel pegada a sus costillas. Una nube opaca se había apoderado de sus ojos. Siete dardos tranquilizantes aguijoneaban diferentes parte de su cuerpo, tres de ellos estaban produciendo una infección. Yacía sobre un charco de su propia orina. Quise aproximarme un tanto más para poder olfatearlo, pero una sombra emplumada saltó a impedírmelo:
–¡Pruaaa! ¡Atrás, tigrillo, atrás! –dijo un guacamayo despeinado, interponiéndose en el medio de mi camino– ¡Más respeto con tu pruaaa!
–¿Con mi qué? ¿Prua? Habla claro, bola de plumas.
–Virgilio, tenle paciencia. Recuerda que al fin y al cabo es El Elegido –aseguró el tigre que parecía albino.
–El Elegido de Dante. O El Elegido tuyo. Pero no es mi elegido. Yo el mío me lo imagino más alto, más sexy, más ¡pruaaa!
–Es El Elegido de la sabia Gaia y lo… lo… –el tigre que parecía albino tragó saliva, forzándolo a hacer una pausa; los químicos estaban volviendo sus párpados tan pesados como dos elefantes y su razonamiento tan lento como un caracol– lo sabes. La profecía es… es muy clara. Tienes que enseñarle lo que a mí me enseñaste.
–A mí no me metan en su religión. Lávenle el cerebro a otro –dije, alejándome a la esquina de la jaula más apartada de ese par de locos.
–Y a mí no me metan en sus ¡pruaaa! Es tu hijo, Homero, no el mío.
El guacamayo despeinado –quien unos meses más tarde aceptaría ser mi maestro– agitó sus alas muy lejos de mi inmadurez. Me abandonó en la celda, dejándome a solas con mi ego y mi…
–Sí, Lucano, yo… yo soy tu padre.
No sabía si me estaba diciendo la verdad. Fui criado por Dante y era el que yo consideraba mi padre. No obstante, la sola posibilidad de que fuera cierto, hizo fluir un espinoso manantial de preguntas en mi cabeza: ¿Quién es mi mamá? ¿Cuáles son mis apellidos? ¿Tengo hermanos? ¿Mis abuelos están vivos? ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué nunca me buscaste? ¿Por qué te llamas igual al papá de Bart Simpson? ¿Me darás los regalos de mis cumpleaños pasados?
La cabeza de Homero se desplomó en el suelo, justo antes de que pudiera hacer mi primera pregunta. Acto seguido, su corazón dejó de latir.
Hasta una próxima verdad humanamente irracional, Amigos de lo Salvaje.
Lucano Divina
Comandante Macondo de la Revolución Animal
Selvas de Suramérica, agosto 29 de 2013
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